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Tan lustrado como valiente


TAN LUSTRADO COMO VALIENTE

Raúl está sentado en una estropeada silla de oficina gris de cinco patas. Sus manos arrugadas pasan insistentemente la pequeña esponja descolorida por encima de la campera de cuero marrón. De vez en cuando se detiene para observar la gente que pasa por allí. Son las 13:55 horas y la Plaza Independencia se regocija de tanto ajetreo.
Una primavera fría. Camperas abrigadas y gorros de lana se avistan por doquier. La aterida brisa aparca en la gigantesca plaza, mientras el sol se esfuerza por entibiar. Un vendedor de gorros corderito se pasea aprovechando el desafortunado clima para liquidar su mercadería. Él mismo lleva puesto uno para demostrar su calidad y elegancia; negro, marrón, blanco y animal print son los modelos.
“Es hora de trabajar”, dice la barrendera centroamericana mientras toma su carrito lleno de bolsas negras y escobillones; su descanso terminó hace unos minutos. Y aunque todavía no es la hora de salida, varios escolares invaden el lugar con sus túnicas blancas y sus enormes moñas azules. Mientras caminan, la maestra insiste en que permanezcan juntos pero las ganas de jugar de los niños motivan a romper las filas. Tres madres que acompañan el paseo los cuidan desde atrás.
-          Estamos en crisis, es un hecho -afirma Raúl.
-          ¿Por qué lo dice? -pregunto intrigada.
-          Porque no hay trabajo. Mirá la hora que es y solo hice un lustrado.
Raúl tiene 81 años y es lustrador. Ubicado al costado del Mausoleo del Gral. José Gervasio Artigas, él limpia zapatos, lustra portafolios y mejora cueros “en el acto”. No en vano su pequeño negocio se llama “El Prócer”.
Al mediodía, el sillón de cliente –acolchonado, con reposabrazos y toldo de nylon por si llueve- ya se encuentra pronto para recibir a los transeúntes y los clientes asiduos. Los cepillos y las cremas están a disposición para comenzar a trabajar.
“Este oficio lo comencé de pequeño en mi pueblo, allá en la ciudad de Minas. Iba a la escuela en la mañana y en la tarde, iba al negocio de la italiana dónde ella me enseñaba a lustrar. Luego arranqué por la mía para ayudar a mi familia. Ella siempre me decía que no debía escatimar en la crema”, recuerda mientras continúa trabajando en la desgastada campera de cuero marrón.
Según él, realiza el trabajo de lustrador para “conseguir unos manguitos más”. Se jubiló de feriante –labor que desarrolló durante cuarenta años- y luego de tanto buscar, encontró el lugar indicado para instalarse. “En la plaza estoy desde junio de 2003. Para mí es un lugar muy especial, además el público es muy prolijo. No me puedo quejar. Yo vivo a unas cuadras de acá. En la calle Zabala, entre Buenos Aires y Reconquista, y eso significa menos gastos también”, explica.
El oficio de lustrabotas es uno de los tantos trabajos irregulares que existen a nivel mundial. Generalmente lo realizan hombres y con frecuencia, niños y jóvenes. En América Latina -en países como Argentina, Bolivia, Perú y Uruguay, entre otros- no existe ningún tipo de regulación legal que ampare esta práctica. La sociedad no visualiza esto como un problema a resolver, simplemente, los considera una pieza pintoresca más del paisaje urbano de cada ciudad.   
Raúl toma la crema y su cepillo escobillón. Ha llegado un cliente. Antes de comenzar, coloca recortes de botella de detergente perfectamente amoldadas para no ensuciar las medias del cliente. Mientras frota el calzado, bromea con el joven abogado. Son del mismo pueblo. El segundo cepillo -un poco más largo- es el que hace magia; el brillo comienza a aflorar, aunque el acabado perfecto lo hace el retazo de franela polar azul.
“A veces es duro. Varios feriantes me han venido a buscar para que le enseñe a los muchachos jóvenes pero ya no estoy para eso. Estoy viejo. Le he pedido al Prócer que me ayude, y con su ayuda y mi voluntad, he logrado salir adelante”, confiesa mientras ordena su cajón rojo de trabajo.
Raúl tiene dificultades para caminar. Se mueve en su silla de oficina de un lado a otro sobre una delgada plataforma de madera. Su bastón cuelga del techo de la cabina de lustrados. “Cuesta pero vengo todos los días a trabajar. Ya lo decía él –señalando la enorme figura del general-: ‘Nada debemos esperar si no es de nosotros mismos’”.

Cynara García

"El Prócer" Lustrados  |  Foto: Cynara García

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